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FE Y DEMOCRACIA

Publicado en

16 de Febrero de 1992

En poco tiempo, el mundo se ha vuelto algo incomprensible para quienes carecen de alguna forma de “fe”, que según el Nuevo Testamento es “la certeza de lo que se espera y la convicción de lo que no se ve” (Hebreos, 11, 1). En el mismo giro en el que se dejó atrás el ayer, con su cosmos fácil de la confrontación Este-Oeste y su lucha ideológica “entre la economía de mercado y el socialismo” tiene lugar una cada vez más indiscreta marcha hacia la resurrección de las religiones, el fundamentalismo, los nacionalismos y el extremismo.

Ahora que muchos festejan en el fin del marxismo (que en el fondo, válida o no, era una “ideología del progreso” como cualquier otra en el pensamiento racionalista occidental), bien valdría la pena preguntarse en qué medida el fin de la “religión secular” marxista explica y genera el giro hacia la “religión verdadera” para pueblos enteros que se ven obligados a aceptar la economía de libre mercado como la única alternativa para salir de su atraso y superar su dependencia y explotación con respecto a los países en desarrollo.

Algo hay de extraño en el enfoque dominante hoy en día, según el cual el impulso hacia el cristianismo, el islamismo o el judaísmo ortodoxos es un lamentable regreso hacia la Edad Media, pero en cambio el ocaso del marxismo es un salto adelante, o bien una liberación que permite avanzar hacia el futuro. ¿Habrá en esto un nexo interno? ¿Es realmente más saludable la expresión ideológica que tienden a adoptar sectores importantes del “lumpenproletariado mundial” que aquella que se atribuía al “proletariado de todos los países”?

Después de 500 años de Renacimiento y 200 de la Ilustración coronada por la Revolución Francesa, que erigió el racionalismo como doctrina de los Estados occidentales y abrió la vía al mundo moderno, vemos a pueblos enteros acercarse al siglo XXI con el instrumental del dogma y de la fe. En vista de la revolución chiita en Irán, del auge del evangelismo televisado (moral mayority) de la era Reagan en Estados Unidos, del movimiento religioso-sindical de Solidaridad en Polonia, de la resurrección de la Iglesia Ortodoxa en Rusia, del incremento de las “sectas” evangelistas en Latinoamérica, ¿por qué habría de sentir el mundo occidental ahora tan inquieto ante el triunfo indiscutible por la vía democrática intachable del cristianismo mesiánico en Georgia y del islamismo como partido político en Argelia?

¿Es el fundamentalismo un lastre de la modernización global o uno de sus productos peculiares? Es difícil decirlo, pero si se puede afirmar que, en todo caso, es una expresión social generalizada de la decepción del siglo XX. Nacido en el atraso, la pobreza y la opresión, prisionero del dogma y de la fe, resucitado en la desesperación, el fundamentalismo en todas sus variantes enfrenta al Estado de derecho, las libertades individuales y la economía de libre mercado a la más dura de sus pruebas: la que surge de sus contradicciones, de su dinámica y los límites del interés económico. En los casos de los seguidores de Zviad Gamsajurdia en Georgia y del Frente Islámico de Salvación en Argelia, ¿dónde están las voces acostumbradas a reclamar enérgicamente el respeto irrestricto a la voluntad democrática de la mayoría que los eligió apegándose estrictamente a los métodos sugeridos por la modernidad occidental?

Los países miembros de la Comunidad Europea (CE) se apresuraron a manifestar su rechazo al golpe de estado en Venezuela, pero fuera de una que otra expresión de “profunda preocupación” no hay prácticamente un solo pronunciamiento formal ante la subversión del orden constitucional en Georgia y Argelia, que ha seguido casi al pie de la letra el guion de un thriller político de la provocación y el acoso, en Argelia desde el poder del Estado y en Georgia desde la oposición armada. Uno difícilmente se puede imaginar en qué términos se explicaron los ministros de Justicia euroccidentales a sus homólogos del Este de Europa el “abc” de la construcción del Estado de derecho en sus países en la reunión sobre este tema celebrada en noviembre del año pasado. Hay momentos en que casi podría pensarse que, para ciertas posiciones dominantes en el concierto internacional, nada hay de malo en el retorno de los viejos profetas del pasado, que con su fanatismo llenan el vacío dejado por el derrumbe el comunismo.

No se trata de defender el fanatismo religioso levantado sobre ideas falsas acerca de la naturaleza y la sociedad. Pero tampoco hace falta ser fundamentalista en ninguna de sus variantes, para señalar las contradicciones de la peculiar modernización democrática selectiva que tiene lugar en el nuevo orden mundial. Basta con tratar de guiarse en el análisis con algo más que la fe para entender que —en vista de la supuesta incapacidad de los pueblos atrasados para encontrar su propio camino sin caer en el extremismo, el fanatismo y el fundamentalismo— se generará una peligrosa tendencia a establecer el derecho de intervención de los Estados económicamente más avanzados en la conducción de una democracia impuesta a los países en vías de desarrollo.